El Contratista de la flor de papel

Se cuenta que, allá por el siglo XIX, había hombres y mujeres que se dedicaban a todo aquello que no podía hacer nadie. Los Contratistas, quienes arriesgaban sus vidas por a saber qué extravagante y misterioso fin. Que no tenían ataduras hacia nada ni nadie, ajenos a la ley convencional y, seguramente, carentes de ninguna. De los que eran tan solo un puñado en este mundo, los pocos, se dejaron la piel para conseguir el título; los muchos, la vida. Nadie sabe cómo, en qué lugar, quién era el supervisor de tan brutal prueba, ni en qué consistía. Muchos se preguntan, si acaso existiese, dónde estaría su gremio.

Tal era la fuerza y habilidad que mostraban, que a veces la condición humana no era bastante para contentar a los narradores de las historias, las leyendas populares y los mitos que terminaron convirtiéndose en el velo que cubrió tan inconcebible oficio. Así, los Contratistas acabaron debatiéndose entre la admiración, respeto y profundo miedo de algunos y el escepticismo, incredulidad e inexistencia para otros. Pero estaban. Allá en las envolventes sombras, se movían. Avanzaban. Se escondían. Laboraban. Ganaban. Vivían. Mataban. Perecían. En silencio...

Era muy difícil, por no decir imposible, ver a varios de ellos trabajando juntos, aunque no estaban enfrentados de por sí. Pero, a fin de cuentas, en cualquier conflicto a gran escala, los Contratistas solían estar implicados, y no siempre trabajaban para el mismo bando. La única y exclusiva norma de la contratación constaba de un formal trozo de papel a modo de contrato, un aval y una advertencia: quien pague más, se lleva al mejor; alguien que solucione todos tus problemas no es un capricho barato. De modo de los Contratistas terminaron sirviendo de paladines secretos de élites adineradas, sumiéndose aún más en el secretismo y el poder.

Pero no importan las especialidades: si se busca un matón a sueldo o un espía indetectable, un buscador de tesoros o un curtido explorador, un ladrón de guante blanco o un guardaespaldas insuperable; siempre habrá uno más fuerte que el anterior. Más inteligente. Mejor. Normalmente, se cuidarían de enfrentarse a otro contra el que no tuviesen muchas posibilidades. Pero el trabajo es el trabajo. El dinero es el dinero. El contrato es el contrato: firma, cumple, cobra.

Dicen que eran gente sin tierra, familia o amigos, que vivía en las sombras. Dicen que la mayoría perdieron el nombre, o directamente lo desecharon, tras largo tiempo utilizando los acertados alias que les aportaba la gente. También dicen que no se podía contratar al mismo dos veces. Los rumores son infinitos, a cada cual más inverosímil, y Dios sabe cuál más acertado. Pero algo estaba claro: por muy lejos que estuviese el objetivo, por muy tortuoso que resultase el camino o por muy duro que fuera el rival, habría alguno dispuesto a negociar el precio. Y nunca fallaban. La vida de los Contratistas era peligrosa y solitaria. Quizá por eso desaparecieron, dejando tras de sí un mito, un borrón. Una oscura e ilegible mancha en la plenitud de su época.

Sin embargo, aún hoy se habla de uno, en un leve susurro, en un cuento para niños de un lugar remoto, como una nimiedad, como una historieta sin importancia; de un Contratista excepcional, tal vez el más grande, que se dedicó encarecidamente, en cuerpo y alma, que lo dio todo. Emprendió un largo viaje a la caza de un tesoro de dudosa existencia y cargado sin más equipaje que una flor de Hibisco seca, como si fuese de papel. Se lanzó a la búsqueda por propia voluntad, tras haber firmado un contrato especial. Uno que no estaba sellado en ningún papel. Uno que lo empujó a una búsqueda que no formaba parte de ningún trabajo. ¿Un Contratista sin contrato...? O más bien con el contrato más fuerte e inquebrantable que podría firmarse, no con tinta, sino con sangre y promesas, con convicciones y esperanzas. El apodado Contratista de la flor de papel luchó con todas sus fuerzas a cambio de no mayor recompensa que ver de nuevo la sonrisa de un ser amado…



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