Arturito Oller Carvajo

La campanilla que colgaba sobre la puerta de la entrada sonó y advirtió a Carmen de que alguien había llegado a la casa. De haber sucedido apenas unos minutos antes no la hubiese escuchado, ya que tenía la escandalosa campana al máximo rendimiento sobre la vitrocerámica mientras faenaba. Pero era su primer día de trabajo como asistenta del hogar y tenía la comida lista y la mesa puesta justo a tiempo, preparada para el pequeño Arturo, que llegaba exactamente a las tres en punto del colegio. Se abrió la puerta de la cocina y Carmen ya estaba lista, con el mandil puesto, las manos a la espalda, una amable sonrisa en los labios y dispuesta a conocer a Arturito y causarle una buena impresión. Entró un muchacho escuchimizado, con un chándal amplio, la tez pálida y aspecto muy sereno. La miró con ojos curiosos, pero calmado e inalterable. Su gesto no varió ni un poco y continuó igual de inexpresivo, totalmente impasible. Parecía un chiquillo muy tranquilo y algo pequeño para tener doce años.
Los señores Oller requerían de Carmen para cuidar de la casa y, principalmente, de su hijo Arturo. Vivían en un piso relativamente grande, con todas las comodidades, pero que necesitaba escaso mantenimiento; la principal prioridad era el niño. Sus padres trabajaban como altos ejecutivos de una gran corporativa. Ganaban bastante dinero, pero los asuntos de la empresa les obligaban a pasar la mayor parte del tiempo fuera de casa. Arturito se había visto obligado a compartir casi todo su tiempo con niñeras y profesores. Sin embargo, nunca se había quejado o pasado un mal rato por ello. Era obediente, reposado, cumplía diligentemente con sus obligaciones y se entretenía fácilmente jugando, bien acompañado o bien solo.
La verdad era que la entrevista de los señores Oller fue muy precipitada. Necesitaban una ama del hogar a tiempo completo, con máxima disponibilidad horaria y, preferentemente, que se instalase en la casa. Pero sobre todo necesitaban a alguien capaz de atender a su hijo las veinticuatro horas del día y brindarle todo tipo de cuidados. Las credenciales de Carmen eran muy buenas y, tras los últimos batacazos de su vida laboral y ante las pésimas expectativas de empleo que reflejaba el país, aquel trabajo era una oportunidad que no podía dejar pasar de ninguna de las maneras.
Fue contratada tras pasar exitosamente la entrevista y todas las pruebas que se le exigieron. Los Oller le explicaron que Arturo era un niño reservado y delicado de salud, y que estaban pendientes de unos asuntos con respecto a su estado. No concretaron más, pero sí le advirtieron de que su mayor prioridad era mantenerle sano, animado y contento. Y sin embargo, era la primera vez que le iba a ver. Le habían mandado incorporarse al trabajo de inmediato, ya que no tenían familiares cercanos que pudiesen ocuparse de él.
–Hola, Arturo. Soy Carmen, y a partir de ahora voy cuidar de ti mientras tus padres están fuera, ¿Vale? –sonrió ampliamente, aún nerviosa, preocupada por no parecer ni muy descarada ni muy fría.
–Hola –dijo Arturito tan sólo.
Hubo unos instantes de silencio. No parecía haber causado una mala impresión. Carmen se controló un poco. En verdad necesitaba aquel empleo, pero a esas alturas ella ya sabía muy bien cómo hacer su trabajo y tratar a ese niño no debería impedirle cumplirlo con la naturalidad con la que acostumbraba a hacerlo.
–¿Tienes hambre? ¿Quieres comer? –preguntó, y desarrimó la silla de Arturo frente a la cual ya estaba dispuesto el plato humeante– ¿Te has lavado las manos?
El chico asintió y fue directamente a sentarse a la mesa. Carmen se puso a su lado, en otra silla, con los dedos cruzados sobre el mantel, observándole tiernamente.
–¿Tú no comes? –preguntó él, con un tono agudo e infantil, pero con ojos desencantados y adultos.
Ya he almorzado –contestó la niñera–. ¿Prefieres que comamos juntos?
Arturo se encogió de hombros, haciendo notar que le daba igual, y se metió la cuchara en la boca. Comía en silencio, encorvado, sin apenas soplar para que la comida se enfriase. "Qué niño tan raro..." pensó Carmen. Tenía ese aire excesivamente tranquilo y maduro. No con aspecto triste sino, más bien, inteligente. Antes que pocas ganas de hablar, pareciera que simplemente le era indiferente hacerlo que no, dejando esa decisión libre a la elección de la asistenta.
Arturo seguía comiendo. A veces paraba, bebía agua, se limpiaba con la servilleta, esperaba un poco, tomaba otra cucharada. En orden diverso y bastante despacio, acompañado por el silencio de vez en cuando roto por alguna respiración más fuerte que otra, el sonido del cubierto contra el plato o el vaso siendo devuelto a su sitio sobre la mesa. Carmen trató de hacer la velada algo más acogedora.
–¿Y qué has aprendido hoy?
Arturito levantó momentáneamente la vista del plato, miró a Carmen y respondió con serenidad a su pregunta.
–Cáncer.

Comentarios

  1. Excelente relato, Paula. Me ha conmocionado el final. Has sabido transmitir la soledad y el desamparo de ese niño enfermo. Los personajes y el desarrollo de la trama hasta ese desenlace estremecedor, están muy conseguidos.
    Escribes muy bien

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  2. Q bueno paula! Consigues que nos estremezcamos

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