El gran día
Las lágrimas de la preciosa joven caían y brillaban a la luz anaranjada de la tarde mientras la nodriza terminaba de engalanarle el blanquísimo velo de tul con las ardientes hojas rojas de las parras del amo. Sus facciones, perfectas como las de una muñeca de porcelana, parecían aún más celestiales envueltas aquel manto de nieve y fuego. La muchacha, desesperada, tuvo que preguntarlo una vez más:
–¿Cómo le dices te quiero a alguien a quien no amas?
La nodriza sacudió con delicadeza el velo para comprobar que todas las hojas estaban bien engarzadas a la fina tela antes de contestar:
–Igual que le dices "¡Vaya! ¡Cómo me alegro de verte!" a alguien a quien no recuerdas –y la voluminosa mujer culminó poniéndole los votos en la mano–: con un poco de cinismo y una gran sonrisa.
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