En el punto de mira
Todo permaneció en suspenso durante unos segundos. Entonces, el policía echó a correr hacia el edificio. Al principio, Luis no sabía cómo actuar. No reaccionó hasta que escuchó cerrarse la puerta principal. Incluso si era una autoridad, estaba claro que no albergaba buenas intenciones. Se vio empujado a escapar hacia arriba. Subía los escalones de dos en dos mientras, al otro lado del pasillo, su ágil perseguidor se aproximaba a grandes zancadas.
Decidió salir a la azotea para huir por el tejado. El policía le pisaba los talones pese a que las tejas, deterioradas y frágiles, se rompían o soltaban con facilidad. Luis no tenía claro hacia dónde ir; solo sentía la necesidad vital de correr muy lejos de aquel hombre. Recordó de pronto la escalera de incendios que veía desde su roñosa habitación. La buscó desesperadamente, achinando los los ojos para poder ver a través de la densa y nebulosa oscuridad de la noche. Cuando al fin la divisó, dudó si saltar. Ese breve momento fue suficiente para que el agente le alcanzara y se abalanzase sobre él, pero resbaló, de modo que solo logró agarrar a Luis de un tobillo. Ambos perdieron el equilibrio y terminaron forcejeando mientras se resbalaban poco a poco tejado abajo.
Luis se resistía y pataleaba. Consiguió zafarse del policía a cambio de perder uno de sus zapatos y volvió a asomarse al vacío que le separaba del edificio de enfrente. Miró hacia atrás: aquel asesino ya se estaba levantando y buscaba su arma. No tenía otra opción. Cogió impulso y saltó. Estuvo a punto de no lograrlo; sin embargo, pudo agarrar una de las barras de la estructura de metal en el último momento, lo que le salvó de una terrible caída de cinco plantas. A duras penas se recompuso y se aupó al oxidado andamio antes de apresurarse a bajar por las escaleras. Vio un fogonazo. Un disparo había hecho saltar chispas al rozar uno de los hierros de la estructura.
Finalmente llegó abajo. Se encontraba cerca del coche patrulla que el policía había abandonado en mitad de la calle. Miró hacia el tejado buscando la silueta del homicida, pero no la vio. Cayó de rodillas, exhausto por el esfuerzo y el estrés. Trataba de recuperar el aliento cuando giró su cabeza hacia la derecha y observó el cuerpo del vagabundo muerto. No pudo evitar la tentación de acercarse. Si iba a morir, al menos quería saber, o intentar comprender, por qué, o por quién. Alargó lentamente su mano para apartar los andrajos que le cubrían. Quedó escandalizado cuando contempló aquel rostro tan familiar: reconoció sin dificultad a un famoso ministro español. Luis retrocedió, aterrado y confundido, pero antes de poder seguir huyendo, alguien saltó sobre su espalda. El policía le había alcanzado y, pistola en mano, había inmovilizado casi por completo a su víctima. La pelea apenas duró unos segundos y terminó con el eco de un disparo en mitad de la noche.
A la mañana siguiente, las autoridades mantenían a raya a los mirones que rodeaban la escena del crimen. A primera hora habían sido descubiertos dos cuerpos en mitad de una discreta calle de Madrid: uno no era ni más ni menos que el del ministro de Justicia; el otro, el de un sujeto desconocido. Solo pudieron servirse de la documentación que el llevaba cadáver encima para identificar a Luis Perea, ya que su rostro había quedado irreconocible, destrozado por un arma de medio calibre.
Mientras los forenses trabajaban, un humilde cantante de taberna contemplaba la grotesca imagen. Iba vestido con un uniforme policial de una talla demasiado grande para él. Esperó a que empezaran a trasladar los cuerpos antes de desaparecer entre la multitud.
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