Sin oficio ni beneficio

Noche oscura y cerrada como las entrañas del abismo. El ulular de las aves del crepúsculo bailando en el viento helado, acariciando aquel paraje desierto. Un silencio aterrador envolvía los campos de labranza que de día apenas eran trabajados por un puñado de infelices anticuados, hortelanos de tiempos pasados atrapados en un mundo moderno que cree que ya no los necesita. De noche, presentes tan sólo las aves que anidaban en un humilde molino abandonado desde hacía años que en su época de esplendor se había movido al paso de las aguas del río que había visto menguado su cauce hasta no ser más que un insignificante reguero de apenas dos palmos de ancho. A la orilla, por llamarla de alguna forma, un fuerte y alto roble que vigilaba diligentemente el secarral como única figura de majestuosidad en el melancólico paraje; y entre el regato y el roble, un pedregoso camino apenas transitado que conectaba el pequeño pueblo de Villarrafia y la aldea de Torretrigales.

Pero aquella noche sin luna hubo una nueva fuente de ruido que quebró el silencio que se cernía sobre los campos, cortando como un cuchillo la calma espesa que dejan los días de bochorno castellano. La presencia del hombre. De dos, para ser exactos. Un par de figuras opacas caminaban sin ser vistas en la oscuridad con la gracia y la agilidad de dos pingüinos pateando un berenjenal.

—¡Pon más cuidado, hombre! Paso que das, tropezón que te llevas.

—¿Y qué le hago yo? ¡Si no veo nada!

—Ahí está la gracia. Es que nadie tiene que vernos. Pero de poco sirve la discreción de la noche si armas tanto escándalo ¿Quieres que nos descubran?

—No —refunfuñó el más joven, mascullando entre dientes—…¿Estás seguro de que es por aquí? ¿Falta mucho?

—Calla, mendrugo. Que ya estamos.

Los hombres se detuvieron al pie del gran roble. 

—Ayúdame a subir, Aquilino.

El aludido hizo un poyete con las manos. Con dificultad, debido a la densa oscuridad, el hombre se subió al árbol de un salto. Su compañero parecía nervioso y muy impaciente.

—¡Ahora cógeme! —se apresuró.

El que acostumbraba a llevar la voz cantante, una vez arriba, le chistó.

—¡No grites! Puede que ande cerca. ¿Pero qué narices te pasa?

—No me gusta este sitio. Está oscuro y oigo cosas… ¡Podrían asaltarnos!

—¿Eres idiota? ¿Cómo van a asaltarnos? ¡Nosotros somos los asaltadores, merluzo! Anda, no seas cobardica, que pareces un niño pequeño.

—Vale, vale… ¡Pero ayúdame!

—Ya lo estoy haciendo, memo. ¡Cógeme de la mano!

—No veo un carajo.

Finalmente, los dos compañeros se acomodaron, encaramados a las ramas del roble, junto al tronco. El jefe, al que llamaban Perales, llevaba semanas preparando un golpe para el que había requerido la ayuda de Aquilino, un hombre medroso e ingenuo con aspiraciones frustradas de llegar a ser un gran filósofo, desalentado por ser, como se suele decir, “un chico de pocas luces”.

—Bien, repasemos el plan —dijo Perales—. El abuelete vendrá por allí. Todo el pueblo sabe que es un agarrado y un paranoico. No gasta una perra y no se fía de los bancos. ¡Bonita debe ser la fortuna que guarde debajo del colchón!

—¿Y por qué no vamos a buscarla? ¿Es tan tacaño que en vez de casa se ha hecho una madriguera aquí en el campo?

—Déjate de bromas y atiende —Aquilino asintió en la oscuridad a pesar de que su compañero no podía verle. Fue lo bastante avispado como para no reconocer que lo había preguntado en serio—. Tiene una quinta un poco más allá de Torretrigales con un par de bicharracos más grandes que tú y que yo juntos.

—¡Caramba! ¿Tan grandes? Serán insectos tropicales, ¿No?

—¡Hablo de perros, cabeza de serrín! Pero no hará falta jugarse el pellejo para conseguir un buen pellizco. Todas las noches cierra la joyería de Villarrafia y vuelve andando por este camino, sin compañía y con la recaudación en el bolsillo. Solo tenemos que esperar aquí arriba y saltarle encima cuando se acerque ¡Pan comido!

—Pues ahora que lo dices, tengo un poco de hambre…

Perales le dio un coscorrón a su subordinado, haciéndole casi caer del árbol. Después, se limitaron a esperar.

—¿Has oído eso? —dijo de pronto Aquilino, tiritando más por miedo que por frío.

—¿El qué?

—Esos porrazos… son como unos tambores fantasmagóricos… este sitio me da muy mala espina.

—No seas cagón —Perales aguzó más el oído y escuchó unos golpes repetidos y secos—. Debe de ser el molino.

—O… oye —tartamudeaba el joven ladrón, nervioso—…ese tipo tarda mucho… ¿Estás seguro de…?

—¡Que sí, pesado! —le propició un empujón—Ya no puede tardar. Encuentra la forma de tranquilizarte. Mira, ya han parado.

Aquilino decidió finalmente fumarse un cigarrillo para calmar sus nervios. Subió a una rama más alta distanciarse de su jefe, sacó uno de la cajetilla y rebuscó el mechero en el bolsillo de su camisa.

—¿Qué haces? —inquirió Perales nada más lo encendió.

—Nada.

—¿Cómo que nada? ¡No estarás fumando!

—¡En absoluto!

—¿Y qué es ese olor a humo?

—Será algún incendio en un campo lejano…

—¿Y esa luz que he visto?

—Un espíritu luminoso que habrá pasado…

—Sí, “el hortelano de las navidades pasadas”. ¿Tú te crees que soy tonto? ¡Que se ve la luz del cigarro cada vez que le das una calada! —se estiró y de un manotazo se lo tiró al suelo- ¡Van a descubrirnos por tu culpa!

—¡Eres tú el que está levantando la voz! Ya te he dicho que este sitio me asusta. Dices que me calme, pero no me dejas fumar, ¿Qué hago?

—¡Nada! ¡Aguántate! Además, el joyero debería haber venido ya…

—Perales…

—¿Qué tripa se te ha roto ahora?

—¿Me cuentas una historia? Para distraerme y así sosegarme un poco…

El cabecilla puso los ojos en blanco y decidió no golpear otra vez a Aquilino, temiendo que pudiera volverse aún más lerdo.

—Algo no anda bien. Ya es muy tarde. Espera aquí, iré a ver.

—De eso nada.

—¿Perdona? ¿Quién te has creído que eres para darme órdenes?

—Yo no seré muy listo, pero no soy estúpido. Si te adelantas, seguro que atracas tú solo al joyero y te escapas con el dinero.

—¡Por favor!Piensa un poco, Aquilino. Hay mucha pasta en juego. ¡Si apenas lo voy a notar cuando te de tu parte…!

—¿A qué te refieres? ¿Es que no vamos a pachas?

—¡Pues claro que no! Yo soy el jefe, así que me llevo mucho más.

—¿Y desde cuándo tú eres el jefe?

—Yo he estado vigilando al tipo y he ingeniado el plan. Tú estás aquí nada más que para hacer bulto y desvalijar al viejo sin que se resista. Solo te ofrecí el golpe porque eres más barato que una escopeta de perdigones, pero si llego a saber que me ibas a dar tanto la brasa…

—Pues no estoy de acuerdo.

—Estupendo. Quédate aquí redactando una carta de reclamación. Yo voy a buscar al joyero.

—E… ¡Espera! ¡No me dejes solo!

Perales bajó de un salto, con relativa dignidad, seguido de Aquilino, que se estampó de bruces contra el suelo. Ambos se pusieron a andar por la ruta de tierra, pero no llegaron muy lejos antes de tropezarse (literalmente) con un bulto en el camino.

—Pero ¿qué…? —el jefe de los asaltadores se agachó para examinar el cuerpo—Aquilino, alúmbrame aquí con el mechero, deprisa.

Su compañero, diligente, siguió la orden. Sin palabras se quedaron los ladrones cuando vieron que no era ni más ni menos que el cuerpo del joyero de Villarrafia, malherido y gimiente. Perales le registró a toda prisa.

—¡El dinero no está! Maldita sea, ¿Cómo ha podido pasar?

—¡Ajá!—le acusó su camarada—¡Sabía que querrías quedártelo todo!

—¡No hemos sido nosotros, zopenco! Otros tipos le han tenido que robar antes.

—Entonces, los golpes que escuchamos…

—No era el molino, eran ellos. ¡Maldita sea!

No tuvo tiempo de blasfemar porque, de repente, la luz de una linterna les alumbró, cegándoles.

—¡Alto! ¡Guardia Civil! ¿Qué demonios ocurre aquí?

Una pareja de la Benemérita les tenía atrapados. Entonces el joyero rompió su silencio y balbuceó entre jadeos:

Me… me han robado…

—¡Ustedes dos! ¡Quedan detenidos!

—Pero ¿Qué dice, hombre? ¡Si nosotros no hemos hecho nada! —reclamaba Perales mientras les esposaban.

—¡Eso! ¡Eso! Nosotros íbamos a atracarle allá, en el roble, pero otro par de granujas se ha apropiado de nuestro robo. ¡Somos víctimas de esos desalmados!

—¡Cállate de una vez! Agente, yo a este tipo no le conozco de nada. Está loco. Tan solo pasaba por aquí y me los encontré…

—Pero Perales, que soy yo, Aquilino. ¿Es que a la luz no me reconoces? No te preocupes, somos inocentes. Esto debe de ser el Karma, que nos hace pagar por algo malo que hemos hecho. ¡Pero no puede durar!

—Aquí el filósofo. A ti sí que te voy a dar Karma. ¡Reza porque no nos encierren juntos!

Y tras armar el mayor y más pintoresco escándalo que nunca se había visto por aquellos campos, todo volvió a la normalidad. El riachuelo siguió su curso, transportando las hojas caídas del gran roble que blandía orgullosamente sus ramas, agitadas por la gélida brisa, en aquella noche opaca que casi llegaba a su fin. Así se hizo el día y la luz del sol acarició las piedras del camino entre Villarrafia y Torretrigales. La fina y seca hierba brillaba con las primeras luces, y el rocío goteaba de las paletas del molino, eternamente callado.

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