Regional Exprés (Segunda parte: Casatejada - Talavera)

Vuelvo a escuchar la melodía de Renfe, pero pasa bastante tiempo hasta que la voz femenina avisa de que nos estamos acercando a la próxima parada. Hay otro momento de silencio antes de que diga “Casatejada”. No han sido unas pausas exageradamente largas, pero sí lo bastante como para que se notara que no deberían estar ahí. Estoy convencida de que no ha sido mi imaginación. Aunque es una tontería, me ha llamado tanto la atención que me he quedado dándole vueltas un rato, hasta que ha sonado el teléfono de un anciano que había en la fila de al lado y me ha sacado de mis pensamientos. No escucho nada de su conversación, en parte porque no me interesa y en parte por el murmullo de la radio sin sintonizar. No pillo ni la más mínima señal, pero me he acostumbrado rápidamente al ruido blanco. No me molesta. Acabo de darme cuenta de que posiblemente todos los asientos del vagón estén mirando hacia la cabeza del tren, salvo el mío y el de la señora que duerme a mi lado. Miro hacia atrás: hay otros dos con la misma orientación que los nuestros, al final del vagón, que también forman parte de uno de esos grupos de asientos para cuatro personas con la mesa en medio. Están lejos y vacíos. Parece que soy la única que ve la luz roja del baño. “Menudas vistazas”, pienso.

Llegamos a Casatejada y sube una parejita muy joven. Me fijo en la chica, pero al momento pierdo el interés —si es que tenía alguno—en ellos y bajo la cabeza de nuevo hacia la pantalla en negro de mi teléfono. Veo de reojo al chico, que lleva una caja abierta de plástico rígido de un verde sucio, de esas que se usan para cargar la fruta, llena de cacharros. Los dos se sientan en los asientos que tengo delante, completando este grupo de cuatro. Él, que se ha sentado justo frente a mí, deja la caja en todo el medio el pasillo, estorbando. La miro. Molestará a los niños cuando quieran ir al baño otra vez. Aunque hace rato que no han vuelto a pasarse por aquí. Hasta unos minutos después no levanto la vista para observar con más detenimiento al chico. Está rojo y sudado; parece que lleva ropa de faena. También tiene una escayola en el brazo izquierdo. La muchacha, en cambio, va más arreglada, con un peto vaquero muy a la moda y un cintillo amarillo en el pelo. Hablan lo suficientemente alto como para oí lo que dicen por encima del ruido blanco. Ella le pregunta cómo se hizo lo de la mano. Él dice que trabajando. Tal vez no sean pareja, después de todo. No parece que se conozcan demasiado. Al poco se callan. Vuelve a sonar el mensaje de Renfe. De nuevo, esos silencios demasiado largos entre las notas musicales, el “próxima parada” y el “Navalmoral de la Mata”. Son las cinco menos algo. Ya ha pasado como la mitad del recorrido —del mío, en cualquier caso—, así que decido que es hora deintentar dormirse. Aunque me esfuerzo en desconectar totalmente de lo que pasa en el tren, los dos de enfrente hablan de vez en cuando, en voz muy alta ¡Así no hay manera!

“Ya llegamos”, dice él. Coge la caja del pasillo y los dos se bajan apresuradamente. Me sorprende que se hayan montado en el tren para una sola parada; y una tan corta. Estoy segura de que han pasado apenas cinco o, como mucho, diez minutos. Me pregunto si habrán sacado billete siquiera. No creo que lo hayan hecho. Yo, posiblemente, no lo habría hecho. Podría subirme y esconderme en el servicio durante una parada para evitar al revisor y no pasaría absolutamente nada. Tal vez eso es lo que esté haciendo la persona que sigue ocupando el baño del coche uno; aunque, si es el caso, parece que pretende quedarse ahí hasta Madrid. A todo esto, acabo de darme cuenta de que el revisor no ha pasado todavía por aquí. Creo que es la primera vez que no me piden el billete desde que cogí la costumbre de viajar en tren.

Mucha gente se monta en Navalmoral, pero poca se sienta. Veo que hay unas cinco o seis personas que se quedan de pie, nada más entrar, en el mismo compartimento de transición en el que se encuentra el aseo, entre este vagón y el siguiente. A través de las puertas de cristal, los veo apoyarse en las paredes o acomodarse sobre sus maletas. Algunos le dan al botón para intentar abrir la puerta del baño. Dos jóvenes con macutos y mochilas grandes suben al tren en el último momento y entran en este vagón; dejan sus cosas en la balda de cristal para equipaje que hay encima de los asientos del otro lado del pasillo y se colocan en plazas distintas. Se hablan en la distancia. Estos sí viajan juntos. Después de que el tren salga de Navalmoral, la gente que se había quedado de pie en la zona del servicio va repartiéndose paulatinamente por los vagones y va encontrando sus sitios poco a poco. Me pregunto por qué han esperado hasta ahora. Junto al cuarto de baño, solo queda una de pie mujer a la que le echo entre cincuenta y sesenta años; tiene el pelo claro, lleva una camisa aguamarina y unos pantalones blancos. Desde aquí, a través de las puertas cerradas de mi vagón, veo cómo clava fijamente en mí unos ojos azules muy intimidantes. Ella en sí me infunde respeto, supongo que porque me hace sentir un poco incómoda, pero al mismo tiempo me cuesta dejar de sostenerle la mirada. Una familia que se dirige a Talavera irrumpe desde atrás, un poco perdida y haciendo bastante ruido. Dicen que están buscando el coche tres; alguien les dice que están en el uno y se marchan armando el mismo alboroto que cuando llegaron. La señora sigue ahí, mirándome. Imagino que está esperando para entrar en el servicio. Con tanto pensar en ello, ¡me están entrando ganas de ir a mí también!

Miro otra vez por la ventana para distraerme. Estamos pasando por una dehesa larguísima. Tampoco pillo ninguna señal de radio por aquí. Incluso el ruido blanco es más suave que antes; o, a lo mejor, ya me he acostumbrado tanto a él que casi no lo noto. Solo oigo el ruido del tren, que por esta zona está traqueteando mucho y dando bastantes tumbos, y algún espontáneo carraspeo o los tonos de las notificaciones de los móviles de los otros pocos pasajeros. Me quedo adormilada unos minutos; cada vez que cabeceo y me espabilo un poco, veo a la mujer de ojos azules que sigue ahí, quieta, junto al servicio. Cuando hace ya algo menos de media hora que hemos dejado Navalmoral, entra en mi vagón y pasa de largo, caminando hacia los vagones posteriores. Instantes después, una mujer con gafas de sol y un traje muy colorido llega desde el vagón de delante y se acerca a las puertas del mío, que la detectan y se abren. Pero, en vez de entrar, se queda en el umbral y solo levanta el brazo derecho, en posición horizontal. Al principio pensé que le estaba haciendo señas a alguien —¿a la mujer de los ojos azules, tal vez?—, pero se quedó así unos instantes, con el brazo alzado, a aproximadamente noventa grados, invadiendo mi vagón, sin moverlo. Miro hacia atrás. No parece que se esté dirigiendo a nadie. Tarda aún un poco más en bajar el brazo e irse por donde ha venido. Tengo los ojos como platos. ¿Nadie más se ha fijado en lo que acaba de pasar? ¿Nadie más piensa que ha sido todo rarísimo? No parece que ningún otro pasajero se haya percatado. Y eso también me parece raro. De hecho, el ambiente que hay hoy en el tren es un poco extraño. ¿Tal vez sea solo yo, que estoy cansada y veo cosas donde no las hay? Poco después, la mujer de azul vuelve a pasar, pero esta vez no se queda en la zona del baño, sino que sigue adelante, por donde se fue la mujer del traje colorido. Tal vez sí que le estuviera haciendo señas, después de todo; tal vez ellas se estuvieran viendo a través de todas las puertas de cristal que separan los vagones, más allá de donde mi vista podía alcanzar. Por la cabeza se me pasa fugazmente la idea de que la mujer vestida de colores fuera ciega porque me da la sensación de que llevar las gafas de sol dentro del tren está un poco fuera de lugar. Pero es una suposición estúpida y con poco fundamento; posiblemente me esté dejando llevar por esa imaginación que me anima a inventarme historias y fantasear sobre las novelescas vidas de los demás.

Hasta Navalmoral, los tramos entre las paradas habían sido bastante cortos. Tardábamos cada vez más en llegar a cada estación. El siguiente anuncio de Renfe es aún más lento que los anteriores. Hasta la melodía inicial está ralentizada. Por la megafonía, se oye un sonido parecido a una respiración entrecortada o al que se escucha al colgar un walkie-talkie. Después, un silencio muy largo antes del “próxima parada”. De nuevo, ese siniestro ruido de respiración y otro silencio largo. “Oropesa de Toledo”. Más ruido y más silencio. Me empiezo a preguntar si realmente los mensajes son cada vez más lentos y pausados o si soy yo la que se está durmiendo sin darse cuenta… El primer pequeño que vi viene corriendo por el pasillo para volver a probar suerte con el baño. “No, yo creo que estoy bastante despierta”, pienso. Son las cinco y diez. La luz roja sigue encendida. Ya no creo que haya nadie dentro. Doy por hecho que está averiado. Acabo de recordar al muchacho moreno del pantalón de camuflaje que fue hacia los vagones delanteros en busca —o eso pensaba—de otro cuarto de baño y que nunca regresó. Bostezo y estiro los brazos para tratar de espabilarme, sin mucho éxito, y desbloqueo el móvil para mandarle un mensaje a mi padre diciéndole por dónde vamos. Me paro a pensar, no sé por qué, en lo largo que es escribir o leer las cosas que hacemos cuando, por el contrario, se tarda muy poco en hacerlas. Por ejemplo, para cuando termino de escribir "He cruzado las piernas", me ha dado tiempo a cruzarlas y descruzarlas tres veces.

Inicio la búsqueda automática de las emisoras de radio; mientras mi móvil intenta encontrar una señal fuerte, el ruido blanco desaparece. Puedo escuchar tecleos, mensajes, llamadas y notas de audio. No es que haya un gran barullo en general, sino que se trata de sonidos esporádicos y suaves. En este vagón, la poca gente que hay es bastante silenciosa e intenta no molestar a los demás. Hoy no hay pasajeros con niños sentados a mi alrededor, lo que agradezco muchísimo. La búsqueda termina: solo se ha encontrado una emisora. Suena una canción de Bruno Mars. Diría que no es ninguna de las cadenas que suelo escuchar, pero la música me parece mucho mejor que el murmullo de fondo. La apago para escuchar un audio de tres minutos en los que mi amiga Alejandra me explica su idea para el diseño de una furgoneta camperizada con la que le gustaría irse de viaje por el mundo. Respondo brevemente y vuelvo a poner la radio; aún pillo bien la misma señal, aunque no reconozco la canción que está sonando ahora. La mujer que tengo al lado vuelve a despertarse. Noto cómo me mira y se pega mucho a la ventana, como si se apartase de mí. No sé si lo ha hecho conscientemente, pero me ha sentado un poco mal. Tiene una actitud extraña; ella ya sabía que yo estaba ahí sentada. “Un poco raro, este tren”, resuena en mi cabeza. Se pone a mirar su móvil y no tarda mucho en dormirse de nuevo. Envidio la facilidad con la que lo consigue. La canción se para de pronto y veo que, en la pantalla del móvil, me ha salido una ventanita avisándome de que me queda menos de un 20% de batería. Le doy a “Ok” y sigo relajándome con la música. En lo que queda de trayecto hasta la siguiente estación, solo un señor pasa a mi lado para tratar de abrir el baño.

He vuelto a perder la señal. Cada vez me noto más espabilada y estoy empezando cansarme un poco de no hacer nada. Tengo ganas de ir al baño. Me quedo mirando la luz roja y esa puerta semicircular, cerrada. “Vaya. Qué divertido”. Una chica viene desde el vagón delantero, atraviesa el mío y sigue su camino. No tarda mucho en volver con una lata de Coca-Cola Zero. ¡Así que las máquinas expendedoras están atrás! Tal vez cogería algo de beber si no estuviese ya tan cerca de Torrijos. Me pregunto por qué me fijaré tanto en estas cosas. A veces dejo volar mi imaginación y pienso que esos detallitos de los que nadie se percata acabarán resultándome muy útiles; que yo seré la única que logre resolver un problema muy complicado precisamente por haber prestado atención a alguna nimiedad. Por supuesto, eso nunca ocurre.

Veo volver a la niña rubia. Se acerca al cuarto de baño y le da al botón una sola vez. Espera un poco y vuelve dando saltitos, como si se alegrara de que no hubiera ningún cambio. Cuando cruza las puertas de cristal de mi vagón me doy cuenta de que tiene los labios pintados de un rojo muy fuerte. Me sorprende ver a una niña de no más de siete años maquillada. Miro el letrero digital. Vamos a 148 km/h. Supongo que será normal. Vuelve a sonar el anuncio de Renfe. Ya no se escucha esa especie de siniestra respiración, pero las pausas entre las distintas partes del mensaje siguen siendo demasiado largas. Estoy casi convencida de que cuando se anunciaron la primera o las dos primeras paradas, el mensaje se reproducía a una velocidad normal. Estamos llegando a Talavera.



Regional Exprés (Tercera parte: Fin de trayecto)

Comentarios