Regional Exprés (Tercera parte: Fin de trayecto)

Escucho mucho movimiento a mi espalda. Un hombre alto, barrigón, que lleva un polo blanco y pantalones oscuros, atraviesa el vagón con determinación. Le siguen la niña rubia y una mujer, también rubia, que supongo que es su madre. Se dirigen al baño. En un principio pensaba que el hombre era el padre de la niña, pero luego veo que lleva un enorme juego de llaves y, colgada del llavero, una especie de herramienta metálica. Se trata de un objeto pequeño y cilíndrico, un tubito plateado del tamaño de un mechero. La madre lleva un vestido de verano tan formal como hortera —por lo menos, para mi gusto—y parece bastante enfadada. Dice algo, pero tengo la radio puesta y para cuando la apago las puertas transparentes del vagón ya se han cerrado y no puedo escuchar nada. Los tres se paran junto al baño. La mujer gesticula, muy molesta. Mantiene a su hija delante de ella, sujetándola de los hombros con un gesto protector un tanto ridículo, como si fuera una piloto de carreras conduciendo a la cría como un fórmula uno. La escena me hace pensar en una madre regañando a un profesor que se ha metido con su niñita. El señor responde escuetamente y apenas las mira, con aire resignado, o simplemente aburrido, un poco ajeno a tensión de la mujer; está mirando atentamente la parte superior de la puerta del baño y pasea la mano por su superficie. Algo vibra en mi regazo y me distrae por un segundo. Me queda un diez por ciento de batería. Bloqueo el móvil y vuelvo a centrar mi atención en lo que ocurre en el servicio. El hombre está ahora examinando una pequeña plancha metálica de forma rectangular en el lateral superior de la cabina. En el centro del rectángulo plateado hay una tuerca. Introduce el extremo de la herramienta cilíndrica en la tuerca, como si fuera una llave inglesa, y la retira enseguida. La luz roja desaparece. Mientras todo esto ocurre, el tren se detiene y las puertas se abren; nadie se sube en este coche. El operario introduce por segunda vez la llave en la tuerca y alrededor del botón se iluminan unas lucecitas verdes. El hombre se da la vuelta, presiona el botón y se marcha mientras la puerta del baño empieza a abrirse muy lentamente. La madre de la niña le dice algo; él le contesta, sin girarse ni detenerse, y entra en mi vagón. Está más o menos a la altura de mi asiento cuando todo ocurre.

Lo veo todo con total claridad. A cámara lenta. Veo cómo un bulto sale de la cabina del baño y cómo la cabeza de una muchacha choca con el suelo dando un golpe sordo; no puedo oírlo, pero sí sentirlo. Veo una melena de un rubio pajizo mojada de rojo y unos brazos delgados y desnudos. Veo una bonita cara pálida cubierta por una capa de maquillaje corrido. Veo unas gotas de sangre que salpican su rostro de forma uniforme, como si fueran pinceladas, precisas, como si las hubieran distribuido de esa forma a propósito, cuidadosamente. Como si ella fuera una obra de arte. Veo una chica con raíces morenas, un top negro ajustado y toda la parte izquierda del torso cubierta por una enorme mancha oscura y rojiza. Veo cómo está tendida en el suelo gris y enmoquetado del tren y cómo me mira directamente, cómo clava en mí unos ojos claros, vidriosos e inertes. Desde aquí, solo queda a la vista la parte superior del torso. Supongo que estaba sentada, con el lado izquierdo del cuerpo apoyado sobre la puerta de la cabina, orientada hacia la cabeza del tren. O tal vez no. Tal vez el cuerpo se haya movido desde cualquier otra posición, mientras la puerta se abría. En cualquier caso, ahora está mirando hacia mi asiento. Una mirada penetrante a través de unos ojos, sin embargo, de aspecto frío y rígido. No sé si está muerta.

El hombre estaba de espaldas y la mujer le estaba hablando, mirándole, así que juraría que la niña rubia y yo somos las únicas que la hemos visto caer. El operario se gira, pero no se mueve enseguida. La pequeña está agarrada al vestido de su madre y hunde con fuerza la cara en él. La señora por fin grita y retrocede hasta chocar con la pared. No para de chillar. Dada su reacción, no puedo evitar preguntarme cómo será el interior del baño. Tal vez haya un enorme estropicio. Tal vez la sangre escurra por las paredes o haya un psicópata asesino sentado en el retrete. Tal vez la parte inferior del cuerpo de la chica esté destrozada. En cualquier caso, si lo que la pobre mujer desea es alejarse lo máximo posible del cuerpo, ha escogido un mal sitio para quedarse bloqueada; está justo en frente del servicio, en el estrechamiento del pasillo del compartimento que une dos vagones, y por más que se pegue a la pared y la empuje con la espalda como si quisiera echarla abajo, seguirá estando a escasos centímetros de esa chica tirada en el suelo. Termina por reaccionar: coge a la niña en brazos y sale corriendo hacia aquí, rodea como puede al operario, aún inmóvil en el pasillo, y vuelve lo más rápido que puede a su vagón. Al segundo, el hombre también se pone en marcha. Se acerca al baño y se arrodilla delante de la chica para atenderla, impidiéndome ver exactamente lo que hace con ella. Posiblemente le esté tomando el pulso o la esté zarandeando para ver si responde.

Los demás pasajeros de este vagón aún tardan bastante en darse cuenta de lo que acaba de ocurrir. Poco a poco empiezan a gritar y a levantarse. Varios, como la señora que tengo al lado, ni se han enterado de lo que pasa ni tienen mucho interés en enterarse. Algunos, preguntan.Y yo... yo no hago absolutamente nada. Solo la miro, con los labios apretados, sin decir ni mu. Uno —o varios— de los pasajeros han tomado la iniciativa de dejar el vagón y en un abrir y cerrar de ojos los demás han seguido el ejemplo. Mientras la gente se marcha, el operario se levanta y se dirige hacia el vagón delantero con paso apresurado, pero sin llegar a correr. Nada más desaparecer de mi vista, vuelve a sonar la melodía de los anuncios de Renfe. Esta vez, se trata del mensaje de bienvenida a los nuevos pasajeros. Curiosamente, éste se escucha bien, a su ritmo normal. Sin embargo, parece que ya no queda nadie aquí que pueda escuchar que Renfe nos da la bienvenida a este tren de media distancia, ni que dispone de máquinas expendedoras de bebidas, ni que nos desea un buen viaje. Solo ella y yo. Sólo nosotras dos.

Supongo que alguien me habrá preguntado en algún momento de mi vida cómo reaccionaría en una situación parecida. Seguramente mi respuesta habrá sido que no lo sabía. Bueno, pues ahora lo sé. Y la verdad es que no he tenido reacción alguna. El extraño silencio que sentía que nos envolvía desaparece poco a poco. Empiezo a ser consciente de los ruidos que provienen del final del vagón; quizás queden aún dos o tres pasajeros ahí. También descubro que la mujer que tenía al lado no está. No sé cuándo se fue, ni mucho menos cómo pudo hacerlo sin que me diera cuenta. Tampoco sé cuándo me he quitado los cascos; creo que fue poco antes, para tratar de escuchar lo que la madre de la niña le decía al operario antes abrir el baño. Por fin, se abre paso desde el vagón trasero un señor que, por cómo va vestido, parece el revisor. Tras él vienen otros dos hombres con camisa blanca y pantalones oscuros. La cabalgata se detiene unos instantes delante de las puertas automáticas, ya abiertas. Los tres parados en el umbral que separa mi vagón del compartimento del servicio. Se acercan al cuerpo los dos primeros hombres. El tercero, un señor de mediana edad, muy alto y gordo, se gira, dando la espalda a sus compañeros. Hace de muro humano, tapando la morbosa escena como un gorila delante de la puerta de una discoteca. Carraspea, separa sus dos largos y rechonchos brazos como si quisiera abrazar todo el vagón y nos dice, con voz alta y tono autoritario, que despejemos el vagón. Yo me levanto muy, muy despacio sin dejar de mirar hacia donde sé que está la chica, aunque ya no pueda verla, y estiro mi brazo hacia abajo, tanteando a ciegas para recoger mi mochila. El hombre de la puerta enseguida se pone nervioso y me dice, de muy malas maneras, que me dé prisa y que deje mis cosas. Soy la última pasajera que queda en este vagón. Instintivamente le digo “Bueno, tranquilo, ¿eh?”. Después de lo que ha pasado, no me puedo creer que lo primero que haya salido de mi boca en todo el viaje haya sido esto. Es que no soporto que me levanten la voz. Él mantiene sus malos modales e insiste en que me marche ya. Me echo la mochila al hombro y le respondo que a mí no tiene que faltarme al respeto y que ya me estoy yendo.

Me dirijo calmadamente, a mi ritmo, hacia el siguiente vagón, pero sigo mirando atrás. El señor no parece contento; creo que piensa que le estoy mirando a él. Bueno, en realidad, es lo que estoy haciendo. No sé si sigo manteniendo la cabeza en dirección al baño por inercia o si espero que en cualquier momento se aparte para permitirme descubrir lo está pasando detrás. Por supuesto, no se mueve ni un ápice. Ni siquiera después de que a mi paso se hayan cerrado las puertas que separan mi vagón del coche 2. La gente se agolpa violentamente a mi alrededor. Me empujan hacia atrás. Todo el mundo está hablando a la vez, gritando, llamando por teléfono... muchos pasajeros de otros vagones han venido para intentar averiguar qué ocurre, imagino que alertados por la madre de la niña rubia a la que no veo por aquí. La marabunta de gente agolpada en el vagón me engulle y me impide respirar. Aunque muchos pelean por asomarse al pasillo para mirar a través de las puertas de cristal, nadie se arriesga a acercarse lo bastante como para que se abran. Por primera vez desde que la chica rubia se desplomó sobre el suelo, me giro y le doy la espalda a la parte trasera del tren. Forcejeo un poco para escurrirme entre los viajeros. Nunca me han gustado las multitudes. Siento la acuciante necesidad de buscar un poco de tranquilidad en el siguiente coche. Ya no vuelvo a mirar atrás, de modo que no veo llegar al hombre grande que me echó de mi vagón, pero cuando estoy atravesando la siguiente puerta de cristal oigo su voz a mi espalda. No sé si ha venido para despejar también este vagón o para tranquilizar a la gente. Solo llego a escuchar “A ver, todo el mundo…” antes de que la puerta se cierre tras de mí. El siguiente vagón no está mucho más calmado. El tren sigue su curso y yo voy avanzando como puedo con la pesadísima mochila a cuestas. Una mujer me para y me pregunta si sé lo que ha pasado. Le he dado una larga porque, para ser sincera, tampoco es que sepa qué decirle. No sé si debo o no debo contarle todo lo que he visto, pero desde luego no quiero hacerlo. Poco a poco, los vagones resultan cada vez más tranquilos. La gente está sentada. Me pregunto si sabrán lo que ha ocurrido.

Acabo de entrar en el coche tres cuando el tren se detiene. Miro por una ventana: estamos en mitad de ninguna parte. Supongo que, si la hubiesen encontrado solo unos minutos antes, todo el mundo se habría bajado en Talavera, pero imagino que para cuando han sabido qué hacer, ya habíamos avanzado un buen trecho. Me paro a pensar en la niña rubia y en su madre. No las he visto todavía. Como había tanta gente apelotonada cerca de la escena del —baño, vamos a llamarla así—…esperaba encontrar algún vagón vacío, o casi vacío, pero parece que hoy el tren va bastante lleno y no encuentro un asiento ideal para mí. Cojo un sitio cualquiera y me siento. Resulta ser de nuevo uno de esos sitios para cuatro personas con mesa plegable en medio. Esta vez sí que puedo ponerme en la ventanilla, al menos. Miro al exterior con la mente en blanco. Apoyo la cabeza en el cristal de la ventana; está calentito.

No sé si es que no sé cómo reaccionar ante la imagen de esa chica rubia ensangrentada o si simplemente no me parece algo tan escandaloso. Estoy dando por hecho que estaba muerta —en parte porque es lo que realmente me ha parecido y en parte porque sería un argumento bastante chulo para una novela—, pero es posible que solo estuviera desmayada. Tengo grabada en la memoria la imagen de su cara con todo detalle, sus ojos abiertos y las gotas de sangre. El pelo suelto, también un poco manchado y la camiseta básica de tirantes negra. Parecía una muchacha bastante normal, guapa. Aún no sé si debo sentir miedo, pena o curiosidad.

Un fino rayo de sol me calienta el brazo y el lado derecho de la cara y empieza a entrarme sueño otra vez. Cierro los ojos un rato. Ya no tengo la radio puesta, pero es como si pudiese escuchar el ruido blanco de fondo. Poco a poco, más gente empieza a entrar en este vagón. De momento, nadie me ha pedido el sitio. Ha pasado un buen rato, pero aún no nos hemos movido. Abro la mochila para buscar mi teléfono y avisar a mi padre de que creo que vamos a tardar mucho en llegar; son las seis y estoy segura de que ya llevará un buen rato esperando en Torrijos. Intento desbloquearlo, pero no se enciende. Creo que me he quedado sin batería. Suspiro, resignada. Cierro los ojos y me esfuerzo por no escuchar las conversaciones de los otros pasajeros. Empiezo a tener calor. Quiero recogerme el pelo. Cuando voy a echar mano de la pinza, me doy cuente de que me la he olvidado dentro del posavasos de la mesa de mi asiento, en el coche uno.



Regional Exprés (Primera parte: Plasencia - Casatejada)

Regional Exprés (Segunda parte: Casatejada - Talavera)

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