Regional Exprés (Primera parte: Plasencia - Casatejada)

Hoy el tren no ha llegado tan tarde. Debería haber salido de Plasencia a las cuatro menos cuarto, pero por las pantallas luminosas repartidas por la estación se deslizan de vez en cuando unos números rojos que indican la hora estimada de llegada a las cuatro menos tres minutos. Al final, ha entrado en la estación sobre las cuatro menos diez. Ni tanto ni tan calvo.

Veo cómo el tren se detiene a través del cristal polvoriento de una ventana, desde la mesa de la cafetería, donde estoy sentada con mi hermana y mi cuñado. Como hoy hace mucho calor, me han hecho el favor de acercarme en coche, cosa que agradezco —más que nada, porque las sandalias que me he puesto hoy me hacen muchísimo daño—. Durante tres o cuatro segundos recibo la ráfaga de aire tibio del ventilador de pie; al poco vuelve a girarse hacia el otro lado.

Pienso que es curioso que, para una vez que el tren llega casi a la hora que toca, se haya adelantado tanto con respecto al retraso estimado. Primero tarde, luego pronto, pero no pronto de verdad; en cualquier caso, no puedo entretenerme. Me molesta un poco, en realidad, porque estamos tomando un refresco. Apuro mi mosto tinto y voy a la barra a pagar lo de los tres. Hoy invito yo. Nos damos dos besos rápidos, me echo al hombro la desgastada mochila azul que me prestó mi madre y salgo del edificio de la estación. Todavía hay gente saliendo del coche uno, así que tengo que esperar un poco. Luego subo los escalones y me detengo en el umbral de la puerta, junto a la cabina del cuarto de baño, que queda a mi izquierda, mientras me apresuro a mirar mi billete para saber cuál es mi asiento.

Plaza 46. Levanto los ojos para mirar las pegatinas amarillentas que hay a ambos lados de la entrada al vagón, a mi derecha, donde se indican, en números blancos, las plazas de la 52 a la 45. Apenas rozo con los dedos la superficie las puertas de cristal, ambas se deslizan hacia los lados para dejarme pasar. Mi sitio está aquí mismo, nada más entrar, a la izquierda. Me alegra haberlo encontrado tan rápido porque la verdad es que la mochila que llevo está ridículamente llena. Parece una joroba. Y pesa una barbaridad. 

Me ha tocado sentarme en uno de esos grupos de cuatro asientos, enfrentados dos a dos, que tienen una larga mesa plegable en medio y grandes posavasos a cada lado. Mi sitio es el de la ventanilla, pero me lo ha quitado una señora mayor que parece estar profundamente dormida. Me coloco a su lado, en la plaza 45, y pongo la mochila a mis pies. Voy a pasar el viaje mal orientada: veré pasar el paisaje hacia atrás, pero no me importa. No me mareo con facilidad.

Antes de sentarme me coloco un poco el vestido porque esta mochila siempre me levanta las faldas. El vestido es, en realidad, bastante largo. Me llega por las rodillas. Tiene un estampado de rayas verticales, desiguales, azules, blancas y amarillas. Tiene unos tirantes anchos y largos que se me resbalan por los hombros todo el tiempo. Me aprieta demasiado el pecho y tiene un escote que, para ser sinceros, me parece que resulta demasiado abierto sin un fular o un collar. Mi madre dice que es un vestido de primavera. Yo, en cambio, lo encuentro muy veraniego; creo que es porque me recuerda mucho al que llevaba una mujer en una playa en un anuncio de Nivea que no recuerdo muy bien. Lo vi una vez, cuando era pequeña, y nunca lo he vuelto a encontrar. Por desgracia, tampoco lo recuerda nadie con quien lo haya comentado.

Desde mi asiento, voy mirando —primero hacia la zona de la izquierda y después hacia atrás— para fijarme discretamente en los demás pasajeros. Mi vagón no está muy lleno. Tan sólo me acompañan tres o cuatro ancianos. Dedico unos instantes a pensar quiénes serán y a dónde irán. Es algo que no puedo evitar hacer siempre que viajo. Unas suposiciones van desembocando en otras y termino imaginando pedazos sueltos y vagos de historias que no van a ninguna parte. Todos estos pensamientos acaban pareciéndome demasiado lejanos como para realmente darles forma. Es la hora de la siesta y, gracias al frescor del aire acondicionado, en apenas unos segundos ya estoy totalmente relajada. Al poco tiempo suenan la melodía que precede a los anuncios de megafonía de Renfe y una robótica voz de mujer nos da la bienvenida al tren de media distancia con destino Madrid, Puerta de Atocha. Mientras escucho el mensaje, instintivamente miro hacia arriba, hacia el letrero digital que hay sobre las puertas del vagón, donde se van indicando las paradas. Ahí veo que hacen 33º.

Hay algunos niños correteando por el vagón. Los niños revoltosos suelen resultarme bastante molestos, es cierto, pero como hoy estoy algo adormilada, no me importa demasiado. Me encuentro a gusto. Veo por el rabillo del ojo un niño moreno de unos cinco o seis años que viene corriendo desde el vagón de atrás, imagino que para ir al baño. Se queda parado a mi lado, delante de las puertas automáticas, que se mantienen cerradas. Se me ocurre que es porque es demasiado pequeño para que lo detecten. Mira hacia atrás y espera un poco hasta que llega —el que doy por hecho que es— su hermano, que debe de tener un par de años más que él. Los dos se parecen bastante; son muy morenos y llevan ropa de deporte.

Nada más llegar, el mayor, con toda naturalidad, levanta sus bracitos enclenques y roza directamente los sensores que hay a ambos lados de las puertas con la punta de los dedos para que se abran. Me parece una idea ingeniosa para tratarse de un niño tan pequeño. Me pregunto viajes en tren le habrán hecho falta para desarrollar esa estrategia. Los dos intentan entrar al servicio, como sospechaba, y lo rodean un par de veces buscando la puerta. Es uno de estos cuartos de baño cilíndricos cuya pared se abre corriéndose como una cortina al pulsar un botón que, ahora que me fijo más, es idéntico a los de los autobuses de Ginebra; he estado estudiando allí unos meses. El hermano pequeño es el primero en descubrir el botón y lo pulsa. Nada más hacerlo, corre a asomarse al lado opuesto de la puerta semicircular, riéndose, y espera con aspecto ilusionado que se abra. Pero no lo hace. Ni lo hará, porque hay un pequeño cuadrado que emite una fuerte luz roja encima del botón, lo que indica que está ocupado. El pequeño vuelve para darle al botón un par de veces más. Después, el mayor también lo intenta. Los dos revisan el entorno, tal vez esperando encontrar otro botón o algún adulto que les ayude a entrar. El mayor termina por darse cuenta de que está ocupado y señala la luz roja para tratar de explicárselo a su hermanito. Veo cómo se acercan para a abrir las puertas de nuevo y me pasan de largo, corriendo y riéndose por el pasillo, como si nada. Escucho cómo también se abren las puertas que quedan a mis espaldas y pasan al otro vagón.

Doy por terminada la escena y decido que puedo dejar de prestar atención y ponerme los cascos. El tren tardará dos horas en llegar a Torrijos y, aunque me he traído un libro, ahora lo que más me apetece es pasar un viaje muy tranquilo sin hacer nada en particular, con música de fondo. Cuando enciendo la radio, aún pillo las emisoras de Plasencia, pero, según avanzamos, el audio se va escuchando cada vez más entrecortado y el volumen va disminuyendo. Pasa poco tiempo hasta que se anuncia la siguiente parada y abro los ojos para ver cómo llegamos a Monfragüe. Mientras el tren está parado, pasa junto a mí una niña rubia que debe de tener más o menos la edad del más pequeño de los hermanos que vinieron antes. Viene acompañada de otro niño aún más pequeño y aún más rubio. Los dos van vestidos de domingo un martes. Parece que van a una comunión, aunque creo que son de esas criaturas a las que visten así todos los días. No me parece ni bien ni mal, aunque sí me han recordado algo que a veces dice mi madre sobre la gente que vive en Plasencia —dice que es fácil encontrar tanto personas que van por la calle vestidas de andar por casa como personas que parecen ir de camino a la boda del rey, pero que no hay término medio: una ciudad de pijos y zarrapastrosos, hablando en plata—. Los niños rubios pasan más tiempo que los morenos merodeando cerca del baño, pulsando el botón una y otra vez. Vuelven corriendo a su vagón, vienen de nuevo a los pocos segundos y siguen intentándolo otro rato. Se van otra vez. Me pregunto por qué todos los niños del tren necesitan ir al baño de este coche. Me giro para mirar hacia atrás y me doy cuenta de que, en realidad, los vagones son bastante pequeños. Tal vez este sea el más cercano.

Me fijo en la señora de al lado, que sigue dormida en mi sitio. Quiero creer que yo estoy sentada en el suyo. He dado por hecho que se ha pasado del pasillo a la ventanilla, pero en realidad no sé si la mujer simplemente se subió al tren y se colocó en el primer asiento que pilló. Espero que no sea así, porque en ese caso puede que alguien venga a pedirme que me levante; quiero evitar a toda costa despertar a la mujer y echarla, pero tampoco me apetece ponerme a vagar por el tren, con una mochila que pesa como un muerto, robando sitios que me pueden reclamar en cualquier momento. Supongo que, si alguien viene, me haré la sueca. Hay muchas plazas libres, es posible que a quien venga no le importe sentarse en cualquier otra parte. Mientras pienso en esto, un niño moreno, el mayor de la primera pareja de hermanos que atravesó este vagón, vuelve para intentar abrir el baño de nuevo. Le da muchas veces al botón. Más tarde se le une el pequeño. Al principio pensé que hoy no me molestarían los niños, porque estoy cansada y el asiento es muy cómodo, y eso me relaja. Pero ahora estoy empezando a ponerme un poco nerviosa. Y me pongo nerviosa porque el cuarto de baño no se abre, la luz roja está encendida y hace—miro la hora en el letrero luminoso, junto a los grados— unos diez minutos que ha salido el tren. Por eso. No quiero ni imaginarme que puedan estar así hasta que me baje. Uno de los dos se ha acercado demasiado a las puertas de cristal y han permanecido abiertas durante un par de segundos en los que escucho al hermano mayor decir algo así como "a ver si vamos a tener que llamar a emergencias...", con esa infantil voz tan aguda, pero las puertas se vuelven a cerrar y no puedo oír nada más. No me gustan los niños porque son muy ansiosos y un poco egoístas. Es normal: son niños, están aprendiendo a ser personas. No se puede juzgar a un niño como a un adulto, eso está claro. Sin embargo, saber eso no hace que me agrade tenerlos alrededor cuando están alterados. Me falta paciencia, tal vez.

El hermano mayor entra en mi vagón. A la altura de la mitad del pasillo, le alcanza el menor y se van los dos juntos otra vez hacia su coche. Empiezo a pensar que voy a pasarme más tiempo con la puerta abierta que cerrada, pero con el repentino y plácido silencio que los pequeños han dejado atrás, de nuevo creo que no me importa. Hoy estoy muy relajada y el sonido tenue y entrecortado de las emisiones de radio me hace sentir aún más somnolienta. Si fuera yo la que está en el baño, desde dentro ya les hubiese dicho algo a los niños que no paraban de llamar, golpear y dar voces. Tal vez no haya nadie y simplemente esté estropeado.

Me apetece mirar por la ventana; está muy sucia. La cortina está bajada casi hasta abajo. Solo puedo ver el paisaje a través de una franja polvorienta. Estoy admirando la dehesa extremeña cuando pillo una buena señal de radio. Me quito la pinza negra, vieja y medio rota con la que me he recogido el pelo para apoyar la cabeza contra el respaldo más cómodamente y cierro los ojos durante unos minutos. Reconozco un olor a gas, o a gasolina, o a algo parecido. Es un olor cuyo origen desconozco, pero que por alguna razón recuerdo haber olido a menudo en los trenes. Abro los ojos cuando un chico moreno, joven, pasa a mi lado con una camiseta de camuflaje, unos grandes cascos negros colgados del cuello y pantalones cortos. Pasa de largo. Camina decidido, le da al botón del cuarto de baño como de pasada, sin siquiera detenerse, ni dudar, y sigue hacia el siguiente vagón. Juraría que sabía que la puerta no se iba a abrir. Me ha parecido muy curioso. Tal vez viaje con los otros niños, los morenos, los primeros que vinieron a intentar entrar en el servicio; lo cierto es que se parecen. ¿Habrá otros baños más adelante? Yo diría que no. Estamos en el coche uno. Me fijo en la luz roja, que sigue encendida.

La mujer sentada mi lado abre los ojos; primero me mira a mí y luego mira por la ventana, con ese aire desconfiado y un poco perdido de los que acaban de despertar de un sueño profundo. Recoloca sus cosas y, poco después, se vuelve a dormir. Yo, finalmente, he perdido por completo la señal de la radio y ahora solo suena ruido blanco. Tendría que haberme comprado una tarjeta de memoria ayer, cuando salí a hacer recados, como me advirtió mi madre; no tengo suficiente espacio en mi móvil, así que no puedo descargar música. Sí, debería haberle hecho caso.


Regional Exprés (Segunda parte: Casatejada - Talavera)

Comentarios

  1. Nos has dejado a medias! Y qué pasa con tu hermana y tu cuñado? No se sabe más de ellos....

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