Un Norbabús en París (Primera parte)

Tras una mañana de lluvia intensa y la amenaza de relámpagos en el horizonte, aquel mediodía brindaba por fin un sol tímido que esquivaba dispersas y esponjosas nubes para iluminar con luz tenue la emblemática ciudad de París. El viento, sin embargo, no daba ninguna tregua: unas ráfagas gélidas y furiosas esquivaban y envolvían a las decenas de turistas que se apelotonaban en el segundo piso de la Torre Eiffel. María se abrazaba a sí misma, apretando contra su cuerpo su viejo plúmax beige, y se frotaba los antebrazos mientras movía los pies en el sitio, con escasa esperanza de lograr entrar en calor.

—¿Quieres estarte quieta? —dijo Valentina.

—No —respondió, secamente—. Cada vez que los chinos se asoman a la barandilla, dejan un flanco abierto y pasa la corriente. ¡Se me mete el aire hasta en las bragas!

Valentina rio mientras seguía moviendo el móvil por encima de su cabeza en busca de cobertura. María cogió a su nueva amiga del brazo, en un gesto firme pero afectuoso, y la apartó de la zona más concurrida. Encontró un discreto hueco en la barandilla que amplió a base de suaves pero insistentes empujones en el costado de una pareja de británicos que la miraron sin atreverse a decirle nada.

—Al menos hace sol... —murmuró, más para sí misma que para Valentina, que no despegaba los ojos de la pantalla de su vieja Blackberry desde hacía casi una hora. Tras conseguir (¡por fin!) conectarse a la wifi gratuita de la Torre, una simple notificación de WhatsApp había logrado barrer por completo cualquier rastro de aquellos últimos dos días que se había pasado de morros.

—¡Es preciosa! —sonreía Valentina, pasando una y otra vez las fotos que su sobrina recién nacida, ajena al viento y a la marabunta de turistas— ¡Mira!

María asintió con dulzura, olvidando por un momento el frío, solo porque la felicidad de Valentina era extremadamente contagiosa.

—Se parece a ti.

—Anda, boba... —hizo un gesto con la mano para restarle importancia al comentario, fingiendo (sin mucho esfuerzo) que no se sentía tremendamente halagada. 
  
María tiritó un poco y se asomó para contemplar las vistas. ¡París! ¡Un sueño hecho realidad! Sintió cómo, en apenas un minuto, la melancolía, la soledad y todos los problemas acaecidos durante el caótico viaje se elevaban y se alejaban arrastrados por aquel viento impío. La invadió un sentimiento de cursi romanticismo al pensar en la Ciudad de la Luz, hogar de la bohemia, lugar de peregrinaje de sueños… Dos días en París, Valentina y Cecilia. ¿Qué más podía pedir? Que cesara el viento, quizás.

Agarró con los dedos la malla metálica. Veía el Sena, el fantasma lejano del Sacré-Coeur y cientos de personas diminutas caminando por los Jardines del Trocadero como una hilera de hormigas. Inspiró, cogió todo el aire que pudo y lo retuvo en los pulmones, para echarlo suavemente, empapándose de la esencia de aquella ciudad, que le parecía (posiblemente por lo idílico del momento) más limpia de lo que se había imaginado. El olor a humedad la llevó a mirar hacia el norte, donde aguardaban, sigilosas, las nubes grises que habían acosado durante horas la capital francesa.

En algún momento, Valentina cerró el móvil y se sumó al disfrute de las vistas.

—Es bonito, ¿Eh? —susurró María— Imagínatelo sin guiris.

—Sí que es bonito...

—... casi tanto como tu sobri —completó María, arrancando una carcajada instantánea de su nueva y flamante amiga.

~ ~ ~


Tras un tortuoso viaje de unas veinte horas desde la provincia de Cáceres hasta un pueblecito hermanado del sur de la región de Países del Loira en un autobús cómodo aunque rudimentario, una treintena de estudiantes de instituto emprendían, como cada año, la aventura de una semana de intercambio. Alumnos de cuarto de ESO y primero de Bachillerato eran acogidos durante cinco días en el seno de las familias de sus respectivos anfitriones franceses; las parejas hispano-francas se escogían según un superficial y más que cuestionable método de selección basado en la compatibilidad de intereses, al que los profesores daban mucho bombo. 

María había pasado sus cinco días de inmersión lingüística y cultural en una gran casa de campo con una cocina limpísima y unas escaleras de diseño vanguardista muy peligrosas. La familia de su partenaire, Cécile, administraba una granja de doscientas vacas en mitad de una llanura de pasto que parecía no tener fin, a casi un kilómetro de la carretera asfaltada más cercana. Cécile era reservada y aparentemente poco receptiva a cualquier tipo de conversación, tanto en francés como en español, por lo que María interpretó que su falta de dinamismo y de “espíritu de intercambio” no radicaba en una cuestión personal. 

A Valentina, por el contrario, le habían asignado la que probablemente sería la partenaire más abierta, guapa y motivada de la Vendée; una muchacha resplandeciente llamada Zoé que, a pesar de su amabilidad, parecía más interesada en conocer a los estudiantes españoles acogidos por sus amigas que a la propia Valentina. Esto provocaba en ella un atisbo de inseguridad que su arrojo y su carácter resuelto lograban disimular casi por automatismo. Tras la emotiva despedida a las puertas del instituto francés, una vez dentro del autobús, mientras todos los alumnos españoles se apelotonaban junto a las ventanas del autobús gritando y diciendo adiós con la mano a sus partenaires, Valentina le había confesado a Cecilia que no tenía ninguna intención de mantener el contacto con Zoé. Minutos después, el grupo cruzaba el hexágono camino a París, donde ultimarían los dos últimos días de aventura à la française antes de volver a casa y estrellarse contra la vuelta a la rutina, el calor de finales de primavera y los exámenes finales.

Resulta sorprendente cómo María, cuya capacidad para leer a las personas no era (ni mucho menos) una de sus mayores virtudes, había logrado, en unos pocos días de viaje, congeniar y ganarse la compañía de aquellas dos chicas de cuarto, a las que apenas conocía de vista; algo que no había conseguido con sus propios compañeros de primero de Bachillerato en todo lo que llevaban de curso. Gracias a las largas y agotadoras horas en el autobús, a la disposición de los asientos y a un comentario inocente que dio pie a una conversación entre las tres, María estaba dando ejemplo de compañerismo por primera vez en su vida en lugar de arrastrarse sola por los charcos París. Todas se habían cogido un cariño prudente, pero sincero.

—Un viaje es perfecto para hacer amigos —comentó María, en un ataque de sentimentalismo.

—Y para perderlos —respondió su amiga, por irreprimible franqueza, sin malicia.

Entonces, Valentina se apartó de la barandilla, se quitó la mochila de la espalda, la sujetó con una mano, la abrió y se puso a rebuscar en el interior con la otra.

—Se me ha ocurrido una idea… ¿Llevas tu cuaderno encima?

—Claro —contestó Mará, sujetándole la mochila para que pudiera buscar mejor— ¿Qué vas a hacer?

Valentina sonrió con aquellos dientes perlados que se ganaban la simpatía de todo el mundo mientras se apartaba con cuidado el pelo oscuro de la cara, hostigado por el viento, y se cubría bien las orejas con el gorro de lana azul en un gesto de fingida inocencia.

—Ya lo verás.

Sostuvo el Pilot negro que había sacado de su mochila con la boca, arrancó una hoja en blanco y comenzó a hacer dobleces con agilidad maestra hasta obtener un lindo avioncito de papel. Antes de que terminara, María ya había adivinado el propósito de su amiga.

—¿Qué te parece lanzar una nota al viento?

—¿Un deseo?

—Por ejemplo.

A María se le iluminaron los ojos ante una idea tan romántica. Cogió el bolígrafo y dudó unos minutos, pensando en un deseo a la altura de las circunstancias. Se encontró, de pronto, desnuda de anhelos. Temía desperdiciar aquel momento con algo mundano, como aprobar matemáticas, o con algo demasiado pesado como para flotar en el aire, como la paz mundial. 

—¿Qué vas a poner tú? —preguntó, para ganar tiempo.

Por toda respuesta, Valentina tomó el bolígrafo y escribió en un ala, con caligrafía temblorosa por la falta de apoyo, “Un rollo de una noche con Cara Delevingne”. Tendió el pedazo de papel y el Pilot con una sonrisa y la convicción de que era un deseo insuperable. Ante tal nivel de confianza en la magia de la brisa parisina, María se decantó por lo de aprobar matemáticas.

—¿Crees que se cumplirá? —preguntó María, mientras su amiga repasaba las dobleces del avión. Valentina sonrió con confianza. Un deseo lanzado al viento desde la Torre Eiffel, sobre la Ciudad del Amor, ¿Cómo no iba a funcionar algo tan ideal?

Sin embargo, antes de que pudiera contestar, una voz ligeramente almibarada irrumpió en el ambiente sobre el incomprensible murmullo de fondo de los turistas.

—¡Vaya! ¿Se tiran deseos desde aquí?

Las dos se giraron para contemplar la solitaria figura de un muchacho joven, alto, castaño, que llevaba un llamativo abrigo amarillo. El acento impecable sugería que era español, a pesar de su tez pálida y el brillo de color azul náutico de sus ojos. 

—Bueno, nosotras sí —reaccionó finalmente Valentina, enmascarando el recelo con extroversión.

—¿Y funciona? —preguntó el chico, acercándose.

—Nunca se sabe, pero por intentarlo…

María había tomado la palabra, aunque al momento se dio cuenta de que su interlocutor no parecía interesado en su respuesta. El muchacho se movía despacio, con naturalidad y galantería; manteniendo una distancia prudente, se inclinó hacia Valentina, quien le sostuvo la mirada con una evidente actitud a la defensiva. 

—Pues mucha suerte —tras un breve pero significativo silencio, dio por terminado el fugaz encuentro con una sonrisa angelical y un tímido gesto con la mano, a modo de despedida, esta vez alternando la mirada entre las dos.

—Gracias —respondieron ambas, casi al unísono.

Aún no estaba muy lejos, integrándose poco a poco en la marabunta de turistas, cuando María sintió la necesidad de comentar el encuentro.

—¡Qué majo! Para ser madrileño…

—¿Cómo lo sabes?

—Por los aires —hizo un movimiento con el dedo meñique imitando un gesto esnob— ¡Y le has gustado!

—Pero ¿Qué dices? —Valentina arrugó la nariz y volvió a girarse hacia las vistas de París.

—Hasta tú podrás apreciar la ironía de la situación —enarcó una ceja y abrazó a su amiga, logrando infundirle calor a la par que buen humor.

“Los españoles somos una plaga” murmuró, aparcando el asunto. Sacó su Blackberry y se la tendió a María, para que inmortalizara el momento del despegue. Entre risas, besos al aire y un par de dedos cruzados, lanzó la nota al vacío a través de la malla metálica de seguridad. Juntas vieron cómo cada vez que el avioncito caía en picado volvía a levantarse con fuerza sobre alguna ráfaga de viento. Lo siguieron con la mirada durante varios minutos, bailando sobre París como una paloma blanca, hasta que se hizo tan pequeño como una lenteja y terminó por perderse en dirección al barrio de Montmartre.


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