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Un Norbabús en París (Tercera parte)

 —¡Pues a mí me sigue pareciendo fatal! —decía María, entre puñado y puñado de palomitas. Cada vez que terminaba, Valentina le tendía instintivamente la bolsa para que cogiera más— O sea, no es por el dinero. No voy a hacerme pis encima por no pagar un triste euro pero… Bueno, si lo hiciera, ¿Acaso no recogerían el pis con la fregona gratis? Hipotéticamente. —Seguirías teniendo la ropa meada —apuntó Valentina—, pero sí, creo que entiendo a lo que te refieres. Es un poco lo que ocurre con la “wifi gratis” con contraseña, ¿no? —Voilà. Eso es exactamente… —¡Estoy harta! —exclamó Cecilia, que no se había interesado en el debate sobre la ética de los baños de pago— ¡Pero es que llevamos todo el día haciendo cola! Cola puedo hacer en España también. Avanzaron un puesto. María utilizó el pie para desplazar su mochila, que había dejado a sus pies porque estaba cansada de cargar con ella. Las Pacas habían repartido las entradas para el tercer piso a los estudiantes que se iban encontrando, llam

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Un Norbabús en París (Segunda parte)

María sacó su móvil del bolsillo interior de su plúmax y desbloqueó la pantalla para ver la hora. —Deberíamos ir tirando, a ver si las Pacas han terminado la cola. Valentina asintió y ultimó unos segundos apoyada sobre la barandilla, donde los reflejos del sol cincelaban su hermoso perfil bronceado como si fuera un busto de mármol renacentista. Se abrieron paso a fuerza de Excusez-moi por aquí, Excuse me por allá y algún que otro firme ¿Te importa?, que parecía ser lo único verdaderamente eficaz para los grupos dispersos de españoles que se apalancaban frente a las puertas. Al doblar una esquina, Valentina se puso de puntillas para tratar de divisar a las profesoras en la cola de la taquilla para comprar las entradas para acceder al tercer y último piso de la Torre. Las dos profesoras de francés del instituto y responsables del intercambio eran dos mujeres bajitas de mediana edad que, por extraña casualidad, compartían el simpático y algo arcaico nombre de Francisca; por esto y por la

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Un Norbabús en París (Primera parte)

Tras una mañana de lluvia intensa y la amenaza de relámpagos en el horizonte, aquel mediodía brindaba por fin un sol tímido que esquivaba dispersas y esponjosas nubes para iluminar con luz tenue la emblemática ciudad de París. El viento, sin embargo, no daba ninguna tregua: unas ráfagas gélidas y furiosas esquivaban y envolvían a las decenas de turistas que se apelotonaban en el segundo piso de la Torre Eiffel. María se abrazaba a sí misma, apretando contra su cuerpo su viejo plúmax beige, y se frotaba los antebrazos mientras movía los pies en el sitio, con escasa esperanza de lograr entrar en calor. —¿Quieres estarte quieta? —dijo Valentina. —No —respondió, secamente—. Cada vez que los chinos se asoman a la barandilla, dejan un flanco abierto y pasa la corriente. ¡Se me mete el aire hasta en las bragas! Valentina rio mientras seguía moviendo el móvil por encima de su cabeza en busca de cobertura. María cogió a su nueva amiga del brazo, en un gesto firme pero afectuo

Morse

Desde pequeña, siempre me ha gustado guardar secretos. Buscaba escondites imposibles e inventaba complejos códigos para ocultar mis secretos en cientos de notitas repartidas por todos los recovecos imaginables de la casa. Muchas de las notas terminaban por aparecer: algunas, tan pronto como mi madre abría algún cajón o barría debajo de las mesas; otras me sorprendían años después, acurrucadas en algún bolsillo u olvidadas en el fondo polvoriento del armario. A veces me pregunto cuántos secretos seguirán a salvo en sus refugios. ¿Cuántos se habrán perdido para siempre, devorados por las polillas, o por el aspirador? ¿Arrastrará el plumero algún trozo de papel al limpiar la balda más alta de una estantería? ¿Entre las páginas de qué libro se camufla una diminuta tarjetita doblada? Cuando fui un poco más mayor, adquirí la costumbre de escribir mis secretos en morse. Supongo que porque me parecía un código poco transparente, pero al mismo tiempo fácil de aprender y de recordar.