Un Norbabús en París (Segunda parte)

María sacó su móvil del bolsillo interior de su plúmax y desbloqueó la pantalla para ver la hora.

—Deberíamos ir tirando, a ver si las Pacas han terminado la cola.

Valentina asintió y ultimó unos segundos apoyada sobre la barandilla, donde los reflejos del sol cincelaban su hermoso perfil bronceado como si fuera un busto de mármol renacentista. Se abrieron paso a fuerza de Excusez-moi por aquí, Excuse me por allá y algún que otro firme ¿Te importa?, que parecía ser lo único verdaderamente eficaz para los grupos dispersos de españoles que se apalancaban frente a las puertas. Al doblar una esquina, Valentina se puso de puntillas para tratar de divisar a las profesoras en la cola de la taquilla para comprar las entradas para acceder al tercer y último piso de la Torre. Las dos profesoras de francés del instituto y responsables del intercambio eran dos mujeres bajitas de mediana edad que, por extraña casualidad, compartían el simpático y algo arcaico nombre de Francisca; por esto y por la graciosa relación de amor/odio cuasi matrimonial que mantenían, los alumnos les habían dado el apodo conjunto de “las Pacas”.

Localizaron a las tocayas discutiendo a lo lejos, entre un matrimonio ruso y un hombre asiático que comía una chocolatina. Apenas habían avanzado.

—Échale casi otra hora por lo menos —estimó María—. Este viaje está muy mal organizado.

—Llevas toda la semana diciendo lo mismo —sonrió Valentina, mientras tomaba a su amiga del brazo y se alejaban de la concurrida zona de las taquillas y los ascensores.

—¿Y acaso no tengo razón?

Comenzaron a dar vueltas por el pasillo comercial del interior de la Torre, a paso moderado, esquivando turistas. A María le angustiaban las multitudes, pero agradecía estar a resguardo del viento y el frío. Valentina volvió a sumergirse en su teléfono y en las fotos de su sobrina hasta que, tras un par de vueltas en círculo, se interesó por un puesto de golosinas y souvenirs.

María no tardó en decidir que había llegado el momento más importante de toda parada en una excursión escolar: el momento de localizar los servicios.

—Oye, yo voy a quedarme por allí mientras—dijo Valentina, señalando un concurrido puesto de golosinas—, haciendo cola. No te pierdas ¿Vale?

—No señora —respondió María, con tono diligente.

Su amiga la miró durante unos segundos antes de marchar. Unas casi imperceptibles arruguitas de preocupación se dibujaron en su frente. María creyó intuir la duda en su rostro, pero no entendió por qué. No hasta que Valentina finalmente se alejó y María se vio envuelta en aquella masa de palabras irreconocibles y rostros cambiantes, y dio vueltas sobre sí misma hasta perder la orientación. Atravesó su mente un flashback de una tarde, tres veranos atrás, cuando fue de rebajas con su abuela al Corte Inglés; se pasó una hora buscándola, subiendo y bajando las escaleras mecánicas, recorriendo cada planta mientras fingía interesarse por una prenda u otra y evitando cualquier contacto visual con los empleados, muerta de vergüenza sólo de pensar en tener que confesar que se había perdido.

Como aquella vez, María apretó los labios y comenzó a caminar con frágil seguridad, convencida de que, si iba siempre recto, terminaría por encontrar los servicios sin tener que recurrir a su pobre francés para pedir indicaciones.

—Bueno, bueno, bueno… Si yo fuese un baño, ¿Dónde me escondería?


〰〰〰


Cecilia parpadeó varias veces para que sus delicados ojos claros se acostumbraran al cambio de luz. El fuerte viento que empezaba a levantarse en el exterior la había disuadido de abandonar las hermosas vistas de París y de investigar la zona central de la Torre para buscar a sus amigas. Se tapó la nariz y la boca con ambas manos, cubiertas por unos guantes de lana azul bondi, para hacerlas entrar en calor. Los pellizcos rosados de sus mejillas y sus labios ligeramente amoratados por el frío le daban un aspecto especialmente frágil, en sintonía con su constitución delgada y su tez pálida.

Cecilia había heredado de su madre esa sutil belleza europea que a menudo contrastaba con la sólida planta mediterránea de sus compañeras, como era el caso con Valentina, su amiga y compañera de pupitre ya por tercer año consecutivo. Cuando llegó el momento de escoger pareja de viaje para el intercambio, no tuvieron que mediar palabra; una mirada fue suficiente. Con María, en cambio, apenas se había cruzado hasta comienzos de aquella misma semana. La había visto en las reuniones informativas sobre el viaje en los meses precedentes y habían mantenido una agradable conversación el primer día, en el autobús. Valentina y María parecieron congeniar enseguida, pero Cecilia no empezó a sentir que le era realmente cercana hasta tres días después, en el incidente".

Comenzó a pasear, pensando en el instituto, en los exámenes, en La Roche-Sur-Yon… su mente divagó hasta aterrizar, por alguna razón, en El lago de los cisnes interpretado por la Orquesta Filarmónica de Berlín. Sin apenas darse cuenta, sus movimientos se acompasaron al ritmo de la obra de Tchaikovsky. Tantos años estudiando música y ballet la habían dotado de una gracilidad natural que plasmaba en muchos de sus gestos diarios. Quería ser bailarina profesional y llegar muy lejos, como siempre le decía su madre cuando era pequeña mientras le recogía su larga melena de tono bronde en un moño alto, antes de cada clase.

Fue así, revoloteando sin rumbo, como reconoció el gorro de lana y la mochila multicolor de Valentina en la cola del puesto de golosinas. Su amiga no se percató de que Cecilia se acercaba hasta que se posó a su lado con la inocencia y la elegancia de un pajarillo de alma libre, ignorando (a propósito) los murmullos de los turistas que esperaban detrás de ellas.

—¡Eh! ¿Dónde estabais?

—Acabamos de entrar, fuera hace muchísimo frío. María ha ido al baño —Valentina sacó el móvil para ver la hora—. Las Pacas pronto deberían tener las entradas para el tercer piso. 

—Sí, seguro…

Cecilia no tenía más confianza ni respeto por las profesoras de francés que el resto de los alumnos. No creía que fueran malas personas, ni siquiera malas profesoras, pero lo cierto era que el viaje se había asalvajado bastante en poco tiempo y no habían sabido imponerse. “¡Qué mal organizado está este viaje!” dijo Valentina, tratando de imitar a María. Cecilia se limitó a asentir sin pillar la referencia.

Tras diez minutos esperando a que un turista mayor con la piel enrojecida por el sol lograra hacerse entender en una terrorífica mezcla de inglés y francés, Valentina se hizo con una bolsa de palomitas de caramelo y una graciosa piruleta con forma de corazón con la Torre Eiffel dibujada con caramelo en el centro. Encontraron lo que parecía un espacio cómodo cerca del puesto y comenzaron a comerse las palomitas mientras charlaban.

—Y… ¿La piruleta? —Cecilia enarcó una ceja.

—¿Qué pasa con la piruleta? —respondió Valentina, mirando hacia la bolsa de palomitas, con tono desinteresado.

—¿Es para Lidia?

Valentina levantó la mirada, sorprendida durante un instante por lo directa que había sido la pregunta. Aunque sabía de sobra por dónde iban los tiros, esperaba que su amiga marease un poco más la perdiz.

—¿Y qué si es para Lidia? —Contestó, haciendo morritos.

—Nada, nada… seguro que le encanta.

Le dio un codazo y le dedicó una sonrisa pícara. Valentina era una chica valiente, un poco descarada y sin complejos: por lo general, no tenía problemas en tratar con naturalidad los temas más escabrosos, pero Lidia era su talón de Aquiles, y Cecilia lo sabía.

Lidia estaba en la otra clase de cuarto, pero tenía un par de años más que los demás porque había repetido curso. Era una chica alta, esbelta, de pelo rizado y cobrizo. Solía llevar camisas holgadas y pantalones rotos de estilo hippie. Valentina y ella se habían liado un par de veces y llevaban meses dejándolo y volviéndose a juntar. Valen siempre estuvo muy colgada. Admiraba el carácter reivindicativo de Lidia y, además, era la primera chica con la que había tenido citas de verdad. Llevaban ya un tiempo sólo como amigas, pero Valentina tenía la esperanza de formalizar su relación como “algo más” muy pronto. Carraspeó y trató de cambiar de tema.

—¿Te has cruzado con alguien de clase?

—Gente de primero, sobre todo —Cecilia prefirió no insistir en el tema amoroso.

Su amiga arrugó la nariz. Con la excepción de María, no le agradaban demasiado los alumnos de bachillerato que se habían apuntado ese año al intercambio.

—Hablando de primero…

Valentina levantó la mano para hacerse ver entre la multitud.


Un Norbabús en París (Tercera parte)

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