Un Norbabús en París (Tercera parte)

 —¡Pues a mí me sigue pareciendo fatal! —decía María, entre puñado y puñado de palomitas. Cada vez que terminaba, Valentina le tendía instintivamente la bolsa para que cogiera más— O sea, no es por el dinero. No voy a hacerme pis encima por no pagar un triste euro pero… Bueno, si lo hiciera, ¿Acaso no recogerían el pis con la fregona gratis? Hipotéticamente.

—Seguirías teniendo la ropa meada —apuntó Valentina—, pero sí, creo que entiendo a lo que te refieres. Es un poco lo que ocurre con la “wifi gratis” con contraseña, ¿no?

—Voilà. Eso es exactamente…

—¡Estoy harta! —exclamó Cecilia, que no se había interesado en el debate sobre la ética de los baños de pago— ¡Pero es que llevamos todo el día haciendo cola! Cola puedo hacer en España también.

Avanzaron un puesto. María utilizó el pie para desplazar su mochila, que había dejado a sus pies porque estaba cansada de cargar con ella. Las Pacas habían repartido las entradas para el tercer piso a los estudiantes que se iban encontrando, llamándolos a gritos cuando los veían pasaban de largo y regañándolos sistemáticamente por ser “los últimos” (pese a que aún quedaran muchas entradas por entregar). Reducidos grupitos de estudiantes estaban diseminados por la larguísima cola para entrar a los ascensores.

—¿Qué vamos a hacer esta noche? —preguntó Cecilia, desesperada por recobrar los ánimos.

—Te vienes a nuestra habitación, ¿No? —Valentina miró a María— Tenemos que liquidar el jamón al vacío de Ceci.

—Tentador —sonrió María. Estaba segura de que se lo pasarían genial; nada le apetecía más que atrincherarse en una habitación, juntar las camas, menguar las (abundantes) reservas de picoteo de Cecilia, jugar a cualquier tontería y charlar hasta las tantas. Sin embargo, había algo que la retenía. Valentina frunció ligeramente el ceño, esperando que María añadiera algo más.

—Pero no sé…

—¿Cómo que no sabes? —rio Cecilia, de una forma que hizo que la respuesta sonara realmente estúpida.

—¿Y qué hago con Sara? —preguntó, con un hilo de voz.

— ¡Boh!

— ¡Puf!

— Ya sé que no la tragáis…

— Es una pesada —dijo Valentina.

— ¡Es imbécil! —puntualizó Cecilia, con un tono mucho menos conciliador.


María no rebatió nada. Se limitó a morderse el labio, con gesto preocupado.

María era una muchacha tímida y bastante dócil; también era comprensiva y buena conversadora, por lo que su pequeño gusto por la introversión no le dificultaba realmente hacer nuevos amigos. Su problema más bien radicaba en la relación con los compañeros de su propio curso, con los que llevaba conviviendo casi cinco años de instituto. Los cambios siempre son difíciles y cuando María entró en primero de ESO no lo hizo con muy buen pie. Algunas bromas pesadas, comentarios y malentendidos (que ella, una estudiante sola y acobardada en una clase nueva, no atrevió a aclarar ni contradecir) bastaron para generar una mala fama y una sutil hostilidad que fue arrastrando año tras año.

Por eso, cuando se apuntó al intercambio en un arranque de valentía, lo hizo a sabiendas de que no conocía a nadie que quisiera ser su pareja de viaje. No le hubiera sorprendido tener que quedarse sola: sentarse junto a un asiento vacío en el autobús, visitar por libre los museos, dormir en una habitación individual en el hotel y tal vez incluso merendar en una zona apartada durante los descansos de las excursiones en caso de que su partenaire, la silenciosa Cécile (que nunca contestaba a sus correos electrónicos), y ella no llegasen a congeniar. Sin embargo, la magia de las matemáticas había jugado aquel año en favor de las Pacas, que pudieron matar dos pájaros de un tiro. El problema de María, que no dejaba de ser una buena alumna a la que no les hubiera importado dejar viajar sola, y el problema de Sara, una auténtica bomba de relojería.

Sara era una extravagante chica del grupo de cuarto de ESO que se había hecho muchos enemigos en poco tiempo. María, a su lado, podría pasar por la reina del baile de fin de curso. Sara había llegado al instituto ese mismo año tras haber sido expulsada de otros dos centros, y el primer día la pillaron fumando en el baño. Siempre llevaba maquillajes ahumados, ropa oscura, de cuero o militar, y su timbre ronco y su actitud macarra resultaban muy intimidantes. Todas las semanas se saltaba, sistemáticamente, clases y castigos. Tras un primer trimestre especialmente duro, los demás alumnos y los profesores parecían haberse acostumbrado a su presencia, pero Sara no dudaba en seguir armando bronca a la menor oportunidad.

Teniendo en cuenta que Sara había participado en el intercambio por obligación, ante la insistencia de sus padres por sumergirla en un ambiente constructivo, a las Pacas les pareció que emparejar a dos alumnas impopulares con personalidades tan diferentes podría ser muy buena idea. Y, de todos modos, eran las dos que sobraban.

El momento en el que se presentaron oficialmente, apenas media hora antes de la salida del autobús, María trató de ser agradable. Le preguntó si algún amigo suyo participaba en el intercambio. Sara frunció los labios pintados de negro, cruzó los brazos, haciendo resonar las cadenas de las mangas de su chaqueta de cuero con las tachuelas de su cinturón y se limitó a emitir un grave “no”. María era ingenua, pero no sorda: había escuchado lo que los otros estudiantes decían de Sara, igual que escuchaba lo que decían sus compañeros de clase decían de ella a sus espaldas. No pudo evitar solidarizarse. Sonrió y se esforzó por ser lo más simpática posible con su pareja de viaje. Por desgracia, sólo tardó unas horas en darse cuenta de que para solucionar los problemas de Sara hacía falta bastante más que una sonrisa y buenas intenciones…


Un Norbabús en París (Primera parte)

Un Norbabús en París (Segunda parte)

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